Comentario
Una gran diversidad de tipos arquitectónicos envolvió y revistió la ciudad, el templo y el palacio durante los espectáculos y ceremonias reales. El catafalco fue la máquina efímera de los funerales, mientras que los arcos, pirámides, perspectivas y fachadas tuvieron su expresión más nítida en las entradas y proclamaciones de los soberanos. Colgaduras, carrozas y efectos de representación escénica estuvieron presentes en las celebraciones regias y religiosas, aunque en estas últimas primó la instalación de altares provisionales. Tramoyas y diversiones de todo tipo, como danzas, máscaras y saraos, tuvieron como escenario el palacio y los jardines. Veamos un panorama breve de algunas fiestas y ceremonias celebradas por los Austrias.
Un soberbio catafalco de columnas dóricas, con cuatro frontones y numerosas estatuas alusivas a las virtudes de Felipe II, puso un broche final a las ceremonias solemnes y áulicas del Renacimiento español. Aunque las crónicas alardeen del esplendor y de que no se escatimaron recursos económicos, un rasgo de austeridad y de comedimiento finaliza con estos funerales.
El siglo XVII abre un capítulo festivo caracterizado por la ostentación, el dispendio de pompas y ceremonias, pero sobre todo de diversiones cortesanas. Fenómeno común a todas las cortes europeas, en la española tuvo el empuje y la promoción premeditada de los validos. No sólo se trata de divertir y distraer al pueblo, sino también al propio rey y a su corte para olvidar momentáneamente el continuo pesar de las derrotas. Personajes como Lerma y Olivares son claramente significativos de este fenómeno y a ellos se debe el cambio en el ambiente cortesano con respecto al siglo XVI.
El primer paso se dio en 1601 con el traslado de la corte a Valladolid. Viajeros y visitantes plasmaron en crónicas y diarios los continuos entretenimientos y diversiones que allí tuvieron lugar durante los cinco años en que permanecieron los reyes, festejos que no cesaron cuando decidieron regresar a Madrid.
No obstante, muchos moldes del reinado anterior se mantuvieron en lo referente a las celebraciones solemnes. Sobresale la visita que Felipe III tuvo que realizar a Lisboa, en 1619, con motivo de su presentación en Cortes y la jura del príncipe de Asturias. Portugal era parte integrante del Imperio desde que pasara a depender de la monarquía española en 1580. Ya Felipe II tuvo un brillante recibimiento en la capital lusa en 1581 cuando los portugueses le reconocieron como soberano. En una y otra visitas y, ante todo, en las entradas de ambos reyes se erigieron arcos triunfales que reflejaron la misma idea imperialista que, décadas antes, había animado los recibimientos a Carlos V en las ciudades europeas.
Dos excelentes ediciones, en castellano y portugués, se realizaron del relato escrito por Abogado Baptista Lavanha, "Viaje de la Catholica Magestad del Rei D. Felipe III N. S. al Reyno de Portugal" (Madrid, 1622), con estampas del grabador Schorquens, que reproducen los trece arcos que costearon los gremios y oficios lisboetas. La estampación de estas obras efímeras permite hallar uno de los conjuntos manieristas más interesantes del primer tercio del siglo, arcos basados en los modelos de las entradas del siglo XVI, tanto italianas como flamencas, e inspiradas por tanto en la tratadística de Serlio, Vignola y en los motivos decorativos de Vredeman de Vries.
Dioses de la mitología, como Neptuno o Cibeles, alegorías de la Religión o la Fortuna, referencias a héroes históricos y míticos, como Alejandro o Hércules, a la literatura clásica de Ovidio o Virgilio, también a Dante, salmos y textos bíblicos, armas y escudos, emblemas, pinturas, etcétera, conformaron un mensaje simbólico no menos manierista que las arquitecturas que lo sustentaban. Toda esta representación visual ensalzó a Felipe III como continuador de una política imperial que había que mantener. Pero estos discursos visuales tuvieron siempre un carácter oportunista y excesivamente adulador en las entradas triunfales, tal y como sucedió en este caso, pues muy pronto la exaltación de la monarquía austriaca se desvaneció con los brotes independentistas portugueses.
La muerte del monarca en 1621 volvió a recubrir de lutos el solemne rito de las exequias en todas las ciudades del reino. Desde Felipe II se había impuesto la premisa de celebrar el funeral de la Corte en la iglesia del madrileño convento de San Jerónimo. Incluso el tipo de monumento efímero que se erigía para representar las virtudes del difunto y exaltar a la monarquía -el túmulo o catafalco- se mantendrá con esquemas muy similares. Aun dentro de diversas variaciones estas estructuras, que oscilan entre templetes baldaquinos y formas turriformes, presentaron una obligada planta centralizada. Se ubicaron por lo general en el crucero de un templo absolutamente recubierto de tapices negros y doseles que oscurecían todo su interior. Blandones, velas y cirios iluminaban un decorado que se componía de un ornato macabro profuso en esqueletos, calaveras y huesos realizados en pasta, y de revestimientos de madera con emblemas y jeroglíficos.
De todas las celebraciones reales la que mejor refleja las reglas del ceremonial cortesano fueron las honras. Ninguna manifiesta de forma tan estricta el cumplimiento de las etiquetas y la rigidez protocolaria que caracterizó a los Habsburgo. Lugares, asientos, orden del séquito, etcétera, estaban puntualmente tratados en unas normas que, desde Carlos V, se habían impuesto en la vida de los soberanos, quienes las reformaron sucesivamente. El propio Felipe IV reguló la normativa en 1647, dedicando especial atención a las comitivas de todas las actuaciones regias, bien fuera un bautizo de infantes, un entierro hacia El Escorial, una cacería o una recepción en el Alcázar.
El carácter hierático que estas etiquetas pudieron imprimir en los soberanos tuvo además un rasgo escénico importante. El ceremonial tiene mucho de función teatral y en el siglo XVII las diversiones y festejos reales se articularon con una cuidada distribución protocolaria. Hasta el punto de considerarse que la corte de Felipe IV fue el trasunto de un espléndido teatro en cuya escena el actor principal era la figura del rey.
Aunque los Reales Sitios, donde los soberanos pasaban largas temporadas estacionales, fueron también escenario de brillantes fastos -como la exaltación al trono del nuevo monarca en Aranjuez-, fue sin embargo Madrid el marco escénico de las fiestas cortesanas. La Plaza Mayor se convirtió en el enclave más adecuado para proporcionar un amplio aforo con balcones, palcos y tablados. Allí tuvieron lugar no sólo autos de fe, sino también corridas de toros, mascaradas, juegos de cañas y otros ejercicios y divertimentos caballerescos de tradición medieval, en los que participaban el propio rey y su valido con sus respectivas cuadrillas.
Así fue agasajado el príncipe de Gales en 1623 cuando llegó a la Corte para solicitar la mano de la infanta María. Continuas diversiones se organizaron para impresionar al regio visitante durante su estancia de cinco meses: banquetes, saraos, mascaradas y ballets se celebraron en el Salón Grande y en el de Comedias del Alcázar.